Nadie dijo que sería fácil. Cerrar las heridas causadas por un conflicto armado interno que se extendió por más de medio siglo y saldar las deudas que no sólo lo desataron sino con las violencias que se generaron, se alzaba en el horizonte como una tarea titánica que necesitaría el apoyo de toda la sociedad.
Sin embargo, la unión como país para acoger la terminación de una prolongada confrontación armada no se logró y la tarea de implementar lo pactado en La Habana, Cuba, se hizo mucho más compleja porque diversos sectores se encargaron de ponerle palos a esa rueda que avanza, con muchas dificultades, por una inclinada pendiente cuesta arriba.
El resultado del plebiscito del 2 de octubre de 2016, con el que se pretendió refrendar el acuerdo al que llegaron los delegados del gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y la otrora guerrilla de las Farc, luego de más de cuatro años de intensas negociaciones, marcó un punto de quiebre por donde se empezó a agrietar la que sería la futura implementación.
Ese día, con una mínima diferencia (el 50,21 por ciento de los votos fueron negativos), se impuso el No. Rápidamente, los negociadores escucharon a los opositores, incluyeron varias modificaciones en el Acuerdo de Paz atendiendo a sus reclamos y el texto final fue refrendado en el Congreso de la República.
Ese proceso permitió que el 24 de noviembre de 2016, por segunda y definitiva ocasión, el presidente Santos y el exjefe de las Farc, Rodrigo Londoño, estamparan sus firmas en el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. A partir de allí empezó el proceso de implementación mediante la expedición de leyes y decretos, para darle amparo constitucional, pero la legitimidad de ese pacto quedó arropada por un supuesto manto de duda.
La oposición al Acuerdo de Paz, liderada por el partido Centro Democrático, que gobierna el país desde el 7 de agosto de 2018, y en cuya cabeza se encuentra el expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), ha sido frontal y se convirtió en uno de los principales obstáculos para su cumplimiento.
Su animadversión comenzó, incluso, desde que se hicieron públicas las negociaciones y como estrategia para deslegitimar ese proceso infundieron mentiras para despertar miedo en los colombianos y hacer que votaran “verracos” el plebiscito, como reconoció el gerente de la campaña del No, Juan Carlos Vélez, entonces hombre de confianza del exmandatario.
El presidente Santos también tiene su cuota de responsabilidad en el enrarecido y polarizado ambiente del plebiscito. Hizo lo propio que sus opositores, calificando de “enemigos de la paz” a quienes tuvieron reparos a las negociaciones y también apeló al miedo, alertando sobre el posible paso de una guerra rural a una urbana, si no se concretaba el Pacto de La Habana.
Una vez aterrizado en la realidad el Acuerdo de Paz, consignado en 310 páginas, mediante la expedición de normas en el Congreso de la República, la oposición continuó imponiendo trabas y miedos, y acudió a diversas estrategias como romper el quorum de las sesiones legislativas para que no se alcanzaran los votos necesarios para su aprobación.
La principal sacrificada de esa estrategia fue la creación de 16 curules en la Cámara de Representantes para las víctimas del conflicto, la cual fue saboteada de esa manera el 30 de noviembre de 2017, aludiendo que en realidad esos escaños serían manejados por grupos armados. Sólo hasta mayo del presente año, esa medida encontró luz verde en la Corte Constitucional, la cual estableció que, a pesar de las jugadas políticas del Centro Democrático, sí se alcanzó la cantidad de votos necesarios para cumplirle esa promesa a las víctimas.
El 17 de junio de 2018, el Centro Democrático se convirtió en el partido de gobierno, luego de que su candidato, Iván Duque Márquez, fuera elegido Presidente de la República. Desde ese momento, estando al frente del Ejecutivo, la oposición al Acuerdo de Paz tuvo más peso.
Una de sus decisiones más drásticas fue objetar seis artículos de la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada para investigar y sancionar a los exguerrilleros de las Farc, integrantes de la Fuerza Pública y terceros responsables de violaciones de derechos humanos en medio del conflicto armado.
Como sucedió con las curules para las víctimas, en marzo de 2019 el Congreso de la República fue el escenario donde se libró la lucha entre opositores y validadores del Acuerdo de Paz. Finalmente, un par de meses después, tras un largo proceso de desgaste, polarización y deslegitimación de la institucionalidad creada por el Pacto de La Habana, la Corte Constitucional terminó enterrando las pretensiones del presidente Duque y de su coalición en el Legislativo.
Esos dos intentos de reformas a puntos sensibles del Acuerdo de Paz, relacionados con las víctimas del conflicto armado, muestran las adversidades que ha sufrido su implementación desde el plano político.
A ellas se suman la constante ilegitimidad que le imprimen desde el partido de gobierno. Uno de los casos más recientes es el del expresidente Uribe Vélez, quien decidió no comparecer ante la Comisión de la Verdad (CEV), sino hablar con su presidente, el sacerdote jesuita Francisco de Roux, en una de sus fincas y bajo sus condiciones, alegando que no le otorgaba legitimidad a esa entidad porque fue creada por un acuerdo que rechazó el plebiscito de octubre de 2016.
Esa postura ha permeado a diferentes sectores de la sociedad y agudizado la polarización, poniendo más palos en la rueda de la implementación del Acuerdo de Paz. No obstante, la desunión no sólo se ha dado por parte de la sociedad y de la clase dirigente colombiana.
El Acuerdo de Paz también fue rechazado por algunos integrantes de las entonces Farc antes de que se firmara, quienes decidieron no dejar las armas. Algunos de los exponentes más visibles de esa situación son ‘Gentil Duarte’ e ‘Iván Mordisco’, quienes crearon las primeras disidencias de las Farc, perpetuando la violencia en los Llanos Orientales.
A ellos se les sumarían otros disidentes en diferentes puntos de la geografía nacional, principalmente en el suroccidente. Pero el golpe más certero y que minó la confianza en el Acuerdo de Paz vino por parte de ‘Iván Márquez’, ‘Jesús Santrich’, ‘El Paisa’ y otros importantes exjefes de la antigua guerrilla que participaron en las negociaciones de La Habana, quienes, a finales de agosto de 2019, anunciaron su regreso a las armas alegando graves incumplimientos por parte del gobierno nacional y conformando una organización armada que denominaron Segunda Marquetalia, asumiendo con ese nombre la continuidad de su hito fundacional de mayo de 1964, cuando nació la guerrilla que luego adoptaría el nombre de Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
A la par de esas críticas circunstancias, la implementación se ha dado en medio de una carrera que parece estarle ganando la criminalidad a la institucionalidad. Los territorios que fueron dejados por las antiguas Farc en su camino al desarme y reincorporación a la vida legal pronto fueron copados por nacientes y antiguos grupos armados, que reprodujeron nuevos ciclos de violencia y control territorial, con lo que la promesa de no repetición de la violencia no duró más de un año.
Otros palos en la rueda son lo que algunos analistas y líderes regionales denominan como una implementación a cuentagotas, acorde a los intereses del gobierno nacional, que ha tomado las disposiciones del Acuerdo de Paz más como políticas de gobierno que de Estado y tergiversado el espíritu de lo pactado.
Algunos casos que ejemplifican lo anterior son la creación del Plan de Atención Oportuna (PAO), en detrimento de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (CNGS), que excluye a los representantes de la sociedad civil para tomar decisiones que garanticen la vida de los defensores de derechos humanos; la creación del programa de sustitución de cultivos Hecho a la Medida, cuando el Ejecutivo alega que no hay recursos para cumplir de manera integral con el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS); y enarbolar la bandera de la política de Paz con Legalidad, cuando en realidad se debería promover de manera general al Acuerdo de Paz.
Por otro lado, aunque la administración Duque presenta balances con inversiones billonarias y altos indicadores de gestión, representantes de comunidades golpeadas fuertemente por la guerra advierten que esas cifras no corresponden a la realidad.
Por ejemplo, líderes de comunidades afrodescendientes e indígenas sostienen que, en materia de formalización y adjudicación de tierras, el Ejecutivo se atribuye la entrega de miles de hectáreas por medio del Fondo de Tierras, creado por el Acuerdo de Paz, pero que en realidad corresponden a reclamaciones que no están relacionadas con el Pacto de La Habana. Y argumentan que ese indicador es imposible de cumplir porque cinco años después, todavía no se ha creado la cuenta étnica en el Fondo de Tierras para adquirir predios. Mientras tanto, el gobierno nacional considera que esa es una “discusión política y jurídica”.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, la implementación del Acuerdo de Paz tiene brotes verdes. Algunos de ellos son que la mayoría de excombatientes de las Farc siguen firmes en su proceso de reincorporación a la vida legal a pesar de incumplimientos en garantías de seguridad -han sido asesinados más de 290- y de retrasos para la creación de sus proyectos productivos.
Además, el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, presenta resultados tangibles para las víctimas del conflicto armado, quienes son la razón y centro del Acuerdo de Paz. Aunque no ha emitido sentencias a la fecha, la JEP ha expedido 50 mil decisiones judiciales y logrado importantes avances en materia de secuestro, ejecuciones extrajudiciales y reclutamiento ilícito; la Comisión de la Verdad ha escuchado a la mayor cantidad de personas posibles en diferentes rincones del país para trabajar por la reconciliación y construir su Informe Final; y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas construyó, de la mano de comunidades, sus planes de búsqueda.
Sin embargo, las salidas en falso de algunos exjefes de las Farc también han contribuido a agrietar la confianza entorno a la implementación del Acuerdo de Paz. Mientras se producen las sentencias de la JEP, Sandra Ramírez y Rodrigo Granda, han lanzado frases despectivas sobre los secuestrados que mantuvieron durante años en cautiverio: la primera indicó que tenían comodidades y el segundo que realizaron trabajos por petición propia. Ante ello, diversos sectores sociales reclaman por verdad, justicia y reparación.
En estos cinco años, más allá de las carencias presupuestales y de las dificultades del Estado para tener presencia integral en la Colombia de las periferias, ha quedado claro que los mayores problemas para la implementación del Acuerdo de Paz provienen de la falta entendimiento de su clase dirigente, que no ha sabido estar a la altura del momento histórico por el que atraviesa el país y le ha dado más peso a sus cálculos políticos, agudizando la polarización y agrietando el terreno para la construcción de una paz estable y duradera.
Para conocer en profundidad cómo va la implementación de los pilares del Acuerdo de Paz, lo invitamos a consultar los artículos de este informe especial.