La situación de líderes, lideresas y autoridades étnicas en Colombia no ha sido la más favorable desde que el Estado colombiano firmó el Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc, hace ya cinco años. Múltiples son los escenarios de riesgo que enfrentan en su trabajo cotidiano a favor de las comunidades más vulnerables.
La cruenta realidad que afrontan dista de la esperanza que se avizoró luego del paso que dieron el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) y la extinta guerrilla de las Farc para concretar el fin de una confrontación armada, que se prolongó por 53 años. Muchos pensaron que, finalmente, podrían realizar su trabajo social y la defensa de los derechos humanos sin tensiones ni miedos. Las cifras muestran otra cara.
De acuerdo con los registros de la organización no gubernamental Somos Defensores, que desde 2002 documenta toda clase de agresiones contra líderes sociales, entre el 24 de noviembre de 2016, día en el que se firmó el Acuerdo de Paz, y el pasado 30 de septiembre, fueron asesinadas 682 personas comprometidas con la defensa de los derechos de diversas comunidades.
Esa mortandad cobra una dimensión más absurda al ampliar el espectro del tiempo: las cifras revelan que la búsqueda de la paz terminó detonando una ola de violencia que se recrudeció con el paso del tiempo. Durante las negociaciones de paz, entre 2012 y 2016, los asesinatos fluctuaron, superando los registros de años anteriores, pero tuvieron un drástico aumento cuando empezó la implementación del Acuerdo en 2017.
El denominado periodo del posconflicto terminó siendo letal para los defensores de derechos humanos y lleno de paradojas. Una de ellas que es en 2017, cuando se desmovilizaron las Farc y en el país se registró la tasa de homicidios más baja en 40 años, por primera vez se superó el umbral de 100 líderes sociales asesinados en un mismo año. Igualmente, aunque el año en curso probablemente terminará con menos asesinatos que los últimos tres, en su tercer trimestre ocurrieron más casos que en los años previos al inicio de las negociaciones de paz.
De acuerdo con el monitoreo de Somos Defensores, los departamentos con más líderes sociales asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz son Cauca, con 171 casos; Antioquia, con 95; Nariño, con 54; Norte de Santander, con 45; Valle del Cauca, con 45; Putumayo, con 43; Chocó, con 32; Caquetá, con 31; Córdoba y Arauca, ambos con 19.
Preocupaciones múltiples
Una de esas voces esperanzadas en el Acuerdo de Paz era la de Maydany Salcedo, dirigente campesina desde hace casi dos décadas. Dio sus primeros pasos en el liderazgo social trabajando con niñas y niños del municipio de San Vicente del Caguán, Caquetá, a quienes les enseñaba la importancia de la Constitución Política de 1991.
“Trabajaba con un círculo de niños, llamado Círculo de Lectores. Desde esa época nacieron las ganas de enseñarle a los niños y descubrir qué pasaba en mi país, dejar de ser ama de casa e interesarme un poco más”, recuerda Salcedo.
Su vinculación con la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro) la llevó, en 2012, a Piamonte, en el departamento de Cauca. Actualmente es la representante legal de la Asociación Municipal de Trabajadoras y Trabajadores de Piamonte (Asimtracampic). Llegó a aquella zona el mismo año que comenzaron en La Habana, Cuba, las negociaciones de paz.
Cinco años después de pactada la paz, ella no contiene la rabia en su voz, producto de la decepción al sentir que lo han tenido que cargar el Acuerdo en sus hombros: “Al gobierno no le interesaba el Acuerdo de paz, nos interesaba a la gente que creíamos o pensábamos o soñábamos un país diferente. Entonces esa era la gran ilusión de nosotros, que se firmara, pero hasta el plebiscito salió en contra y luego las organizaciones sociales nos echamos a los hombros el Acuerdo”.
Salcedo es una férrea defensora de los derechos ligados a la propiedad de la tierra y a la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, por ello es una caminante de las regiones en el proceso de escuchar a las comunidades. Luego de la firma del Acuerdo de Paz, dice que durante un año y medio pudo movilizarse por distintas zonas caucanas sin problemas, pero luego volvieron las disputas entre grupos armados ilegales y los riesgos se incrementaron.
“En medio de los territorios quedamos nosotros, si el gobierno hubiera cumplido con el Acuerdo, con la restitución de tierra otro gallo nos cantaría, pero al gobierno no le interesó cumplir con lo pactado, con la sustitución voluntaria. Eso es un negocio que viene desde arriba y eso ha llevado a que nosotros estemos en disputa en nuestros territorios”, expresa Salcedo con su dejo de rabia.
A las quejas de esta dirigente campesina se suma la de Víctor Moreno, antiguo consejero mayor de la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca (Aconc), quien también padece las tensiones generadas por su labor social.
Moreno destaca lo vivido meses después de firmado el Acuerdo de Paz, resaltando la tranquilidad y la seguridad en los municipios del norte de Cauca y sur de Valle del Cauca: “Pude ir a conocer sitios que nunca me imaginé que podía haber conocido como fue en Buenos Aires, arriba en el Cauca, para una entrega simbólicas de armas. Ahora es casi imposible volver a ir allá”.
Moreno participó en la construcción del enfoque étnico en La Habana, Cuba, en el último tramo de las negociaciones y desde Aconc se ha enfocado en la defensa de los derechos medioambientales de las comunidades negras. Su preocupación también está centrada en la degradación de la seguridad regional.
“Se ha aumentado la presencia paramilitar en el territorio. Hoy tenemos una comunidad que se llama Mazamorrero (Santander de Quilichao, Cauca) donde prácticamente todas las familias tuvieron que desplazarse del territorio porque cerca de allí se asesinó a una persona de las disidencias (de las antiguas Farc) y yo no veo un plan retorno, esas familias están dispersas”, expone Moreno.
Y cuestiona algunas de las ejecuciones ligadas al Acuerdo de Paz en el territorio donde ejerce su liderazgo: “Aquí no se ha visto más allá de los PDET (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial); el tema de desminado no ha avanzado; inició, pero yo creo que hay territorios con más minas antipersonal; y los empresarios sólo han invertido donde le pueden sacar provecho a eso y no a la comunidad”.
Otra voz crítica es la de Ana Deida Secué, lideresa indígena del pueblo Nasa. Su análisis también parte del optimismo que se vivió durante las conversaciones de paz en La Habana: “En cuatro años de negociación nos generó muchas expectativas y muchas ganas. Trabajamos este Acuerdo de Paz para que se diera en Colombia, no sin algunas preocupaciones, las que se volvieron una realidad”.
Esta lideresa lleva más de 20 años en el trabajo al frente de sus comunidades como integrante de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin), es reconocida por la UNESCO como maestra de sabiduría y, actualmente, pertenece al Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).
Su autoridad y experiencia la llevan a plantear que la implementación del Acuerdo de Paz en sus territorios de incidencia se desdibujó luego de cinco años de firmados: “Vemos que no nos han representado, teníamos mucha esperanza y estaba en la firma y en su desarrollo, cómo se iban a implementar. Pero con el presidente actual se vuelve trizas el Acuerdo, se desconoce y se deslegitima un trabajo, y ahora estamos en una crisis de exterminio que desconoce y destruye ese Acuerdos de paz”.
Esa violencia, Feliciano Valencia, senador del Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), “en muchos casos sucede porque son las comunidades indígenas las que hacen ejercicios de control territorial para mitigar el narcotráfico, la violencia y los conflictos en los territorios”.
Y refiere que por causa de la continuidad del conflicto armado ha habido áreas vetadas para la institucionalidad porque en zonas de bosques, montañosas y de difícil acceso “allí plantaban las guerrillas”.
Con la desmovilización, agrega el Senador, “esas tierras han venido quedando a merced de grupos armados atomizados, muchos de los que mantienen vivo el negocio del narcotráfico, pero resulta que esas tierras, esas zonas y regiones han sido territorios ancestrales que las comunidades étnicas han venido recuperando y procurando mantenerlas y preservarlas porque en varios casos son ecosistemas estratégicos y áreas de protección ambiental”.
Pero ese control territorial requiere, según Valencia, del acompañamiento del Estado para evitar que los indígenas sean blancos más visibles e inmediatos de una violencia cada vez más degradada. “Con acompañamiento del Estado no nos referimos a presencia militar porque de eso hay mucho: Cauca, por ejemplo, tiene los municipios con el mayor número de soldados del país, como Argelia, y ese es uno de los municipios donde más violencia se vive. Por eso el acompañamiento del Estado es atención integral, garantía de derechos básicos como salud, educación, trabajo, que las y los jóvenes tengan oportunidades de verdad, distintas a ser reclutados por grupos armados ilegales o por el Ejército y la Policía”.
Y concluye su análisis sugiriendo que “la violencia exacerbada es también una evidencia del incumplimiento de los Acuerdos de Paz”.
El riesgo de la exposición
Tal como lo evidenciaron Salcedo, Moreno y Secué, el primer año posterior a la firma del Acuerdo de Paz generó una sensación de tranquilidad y seguridad que llevó a decenas de líderes, lideresas y autoridades étnicas a pronunciarse públicamente a favor de los pactos logrados en La Habana y en fortalecer su implementación, pero quienes se oponían a lo alcanzado en la isla del Caribe asechaban en las sombras.
De esa situación de riesgo da cuenta Arnobis Zapata, un líder campesino del sur de Córdoba, quien a base de trabajo se ha posicionado como coordinador territorial de la Asociación Campesina del Sur de Córdoba (Ascsucor), presidente de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc) y vocero nacional de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam).
“Cuando se firmó el Acuerdo de Paz, los liderazgos empezaron a salir, a visibilizarse mucho, incluso algunos que no habían salido nunca de sus veredas, y eso hizo que fueran personas reconocidas”, detalla Zapata.
Pero la falta de una rápida acción del Estado para copar de manera integral los territorios dejados por las antiguas Farc en su camino a la reincorporación a la vida legal, el rearme de algunos exguerrilleros y la atomización de grupos armados ilegales interesados en obstaculizar la implementación del Acuerdo de Paz apuntaron hacia esos liderazgos sociales en ebullición.
“Hoy en día la situación es muy complicada”, resalta Zapata y precisa las consecuencias: “Luego de todos los asesinatos, muchos liderazgos se han retirado, no quieren saber nada de liderazgos y de procesos organizativos. Algunas de las circunstancias es que algunos están sometidos a las reglas de los grupos armados impongan y otros se han opuesto a hacer lo que los grupos armados les digan y se han tenido que desplazar”.
La lideresa Salcedo rompe en llanto al tratar de responder por qué personas como ella padecen esas presiones: “Nosotros, los dirigentes campesinos, los líderes sociales y los defensores de derechos, no creo que le hagamos mal a nadie, yo no sé por qué nos buscan para matarnos. Nosotros queremos defender el Acuerdo de Paz y los vamos a defender con el alma y con el corazón”. Y enfatiza: “Si hay que dar la vida, es mejor dar la vida parados que arrodillados”.
Diana Sánchez, directora de la Asociación Minga y con amplia experiencia en la defensa de los derechos humanos, explica que la violencia contra los liderazgos sociales ha aumentado porque “quienes han tenido la bandera de que haya mejor calidad de vida son los líderes”.
Esa labor, además, ha sido estigmatizada por lo que Sánchez llama “el establecimiento”, que asocia a líderes y lideresas con la insurgencia armada: “Y los siguen matando porque tienen reclamaciones justas”. Ello ha derivado, según ella, en dos circunstancias que agravan la situación: de un lado, el fortalecimiento de la militarización de algunas regiones del país, que impide que líderes, lideresas y autoridades étnicas tengan plena movilización; y de otro, que, en consecuencia, las comunidades pierdan el contacto con sus voceros.
El senador Valencia agrega que la interlocución con el gobierno nacional no es la más adecuada y para ejemplificar esa afirmación hace referencia a una reciente sesión de la Mesa Permanente de Concertación, realizada en Bogotá.
“Los delegados del Ministerio del Interior, frente a las demandas de seguridad de las comunidades, se remitían al Plan de Acción Oportuna (PAO), que fue expedido en 2018, afirmando que es éste la principal herramienta para brindar garantías de seguridad a los liderazgos sociales. Pero remitiéndose a los hechos, y a las estadísticas de violencia, queda entonces el interrogante sobre si lo que dice el gobierno finalmente es que esta violencia creciente, los asesinatos, las masacres, podría ser todavía peor”, detalla Valencia.
“Y si es así, es infame -agrega el Senador- porque cada vida perdida en un hecho de violencia tal, debería ser repudiada y debió haber sido protegida. Por eso, no se puede estar de acuerdo con el gobierno en que los mecanismos de protección y garantías de seguridad que se proveen a través del PAO han sido suficientes”. (Leer más en: ¿A quién protegerá el Plan de Acción Oportuna para defensores de derechos humanos?)
¿El Estado protege?
La institución encargada de velar por la seguridad de defensoras y defensores es la Unidad Nacional de Protección (UNP), adscrita al Ministerio del Interior. En caso de que alguna persona o una comunidad sea víctima de amenazas debido a las actividades políticas, públicas, sociales o humanitarias, puede solicitar una evaluación de la situación con el fin de determinar qué tipo de esquema de seguridad requiere, en aplicación de la normatividad vigente.
En relación con la implementación del Acuerdo de Paz, el Instituto Kroc, de la Universidad de Notre Dame, encargado de monitorear la implementación de lo pactado en La Habana, destaca que la UNP fortaleció su Subdirección Especializada con la incorporación de 40 analistas de riesgo y 686 hombres y mujeres destinados a la protección.
Sánchez, de Minga, tiene una postura crítica sobre la UNP: “Nunca he estado de acuerdo con que se nos llene de esquemas de seguridad. Por ejemplo, del botón de pánico, no lo voy a poder accionar si recibo una bala en la espalda. No estoy de acuerdo con las medidas físicas, debe de haber garantías y un cambio de contexto porque se prolonga el problema”.
Para esta activista, el exceso de esquemas de seguridad no sólo saca de contexto a los protegidos, muchos de ellos líderes, lideresas y autoridades étnicas, sino que los alejan de la comunidad “y les pone un estatus diferente, los ponen en una burbuja. Esto tiene sus implicaciones políticas, sociales y económicas y se pueden acostumbrar a los esquemas, aunque haya un cambio de contexto”. En ese sentido, considera que el riesgo de seguridad va mucho más allá de contar con esquemas de seguridad: “Es necesario contar con garantías constantes de tal manera que no sea necesario acudir a estos esquemas”.
El senador Valencia, por su parte, reconoce que hay unos mecanismos que el Estado ha dispuesto para la seguridad y protección de los liderazgos sociales, pero, a su juicio, “la realidad nos muestra que las cifras dan cuenta de que dichos mecanismos no están funcionando”.
Ese tipo de dificultades también fueron contempladas por la Procuraduría General de la Nación (PGN) en su Tercer Informe sobre la Implementación del Acuerdo de Paz, radicado en agosto pasado ante el Congreso de la República.
En ese informe, el Ministerio Público resaltó la publicación del Protocolo de Análisis de Riesgo para Lideresas y Defensoras de Derechos, sin embargo, indicó que “no hay claridad frente a los avances en su implementación, sobre todo, en la incorporación del enfoque de género al interior de la entidad para garantizar que las acciones que se adelanten respondan a lo establecido en el Protocolo. A su vez, es necesario que la UNP avance en la elaboración de un Protocolo para la atención y sanción de casos de violencia sexual y otras formas de violencias basadas en género por parte de escoltas en contra de las beneficiarias de sus programas de protección”.
Pese a tantas dificultades, líderes, lideresas y autoridades étnicas continúan trabajando en sus regiones en procura de alcanzar las metas propuestas en defensa de los derechos de sus comunidades y del medio ambiente. La lideresa campesina Salcedo da cuenta de ello: “Estamos protegiendo 1.680 hectáreas de bosque primario, protegemos 160 hectáreas de bosque en rastrojos que se está recuperando. Tenemos una planta de transformación de productos amazónicos, trabajamos con comunidades que le apostaron al cambio”.
Y complementa: “Hacemos escuelas de Derechos Humanos, escuelas de cuidado del medio ambiente, de equidad de género, de jóvenes, con recursos que a veces son del campesinado. Entonces no entiendo por qué nos buscan para matarnos, por qué nos amenazan, por qué nos persiguen. Yo no le hago mal a nadie, cuido a la madre tierra”.