“Hoy en día nos mantenemos como si estuviéramos nuevamente en la época de la guerra: nos tenemos que estar cuidando, nos toca estar en los sitios hasta ciertas horas y buscar esquemas de seguridad porque no podemos estar solos”.

Esas palabras, cargadas de angustia y decepción, son de Carlos Grajales, quien pasó de tener un fusil terciado al hombro a presidir la cervecería artesanal de La Roja, uno de los proyectos productivos más reconocidos de los 13 mil exintegrantes de las Farc que dejaron las armas entre finales de 2016 y principios de 2017.

Esa sensación no es cuestión de percepción, exageración o esquizofrenia. En la práctica, desde 2017 no transcurre un mes sin que se conozca la noticia del asesinato de un excombatiente de las antiguas Farc, firmante del Acuerdo de Paz suscrito con el Estado colombiano hace ya cinco años.

Los registros del componente Farc del Consejo Nacional de Reincorporación son contundentes: hasta el 22 de octubre del presente año se han documentado 290 asesinatos, 53 atentados y 15 desapariciones forzadas.

En los dos primeros años posteriores a la rúbrica del pacto que tomó cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba, fueron asesinados 78 excombatientes y uno más se salvó de un ataque sicarial. Y bajo la presidencia de Iván Duque (2018-2022) se han registrado 211 homicidios y 46 atentados.

Los departamentos más violentos para los reincorporados de las antiguas Farc se encuentran en el suroccidente del país. El listado lo encabeza Cauca, con 52 asesinatos; Nariño, con 33; y Caquetá, con 30. Les siguen Antioquia (29), Meta (25), Putumayo (22), Valle del Cauca (19), Norte de Santander (18) y Chocó (17).



La Misión de Verificación de Naciones Unidas (ONU) en Colombia se ha encargado de hacer seguimiento constante a esta situación en sus informes trimestrales remitidos al Consejo de Seguridad. Identificó que en 2021 los homicidios contra excombatientes se han concentrado en 25 municipios del país y que han desmejorado las condiciones de seguridad en regiones de los departamentos de Bolívar, Caquetá, Guaviare y Meta

Por su parte, la Unidad de Investigación y Acusación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), ha encendido las alarmas por la violencia que sufren los desmovilizados de las Farc en los municipios de Tumaco (Nariño); Puerto Asís (Putumayo); San Vicente del Caguán (Caquetá); Cali (Valle del Cauca); Tibú (Norte de Santander); San José del Guaviare (Guaviare); Santander de Quilichao, Corinto, Miranda y Caloto (Cauca).

Además de calificar como “crítica” la situación en dichos municipios, esa dependencia de la JEP ha identificado dos principales patrones de violencia contra los firmantes del Acuerdo de Paz. El primero está relacionado con el perfil y las labores que realizan los reincorporados, pues quienes lideran la implementación de las denominadas políticas del posconflicto son víctimas de ataques. Así lo señaló en su Sexto Reporte de Monitoreo de Riesgos de Seguridad: “Este patrón demuestra cómo las posiciones de liderazgo que asumieron algunos reincorporados durante su tránsito a la vida civil están relacionadas con las causas que produjeron su victimización”.

De ese modo, se entiende que “2 de cada 10 reincorporados que fueron asesinados, ejercían liderazgo en temas políticos, de proyectos productivos (representantes de cooperativas), de sustitución de cultivos de uso ilícito, etcétera”.

El segundo patrón está relacionado con las disputas territoriales y el accionar de diferentes grupos armados. Para el suroccidente del país, región a la que la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP le dedicó un informe puntual a raíz de la gravedad de la violencia en Nariño, Cauca y Valle del Cauca, en donde fueron asesinados 115 excombatientes entre el 24 de noviembre de 2016 y el 13 de agosto del presente año, estableció que hay un “patrón de violencia letal asociado a la prevalencia y la disputa entre disidencias de las FARC-EP en antiguas zonas de retaguardia del Bloque Oriental, el Bloque Sur y el Comando Conjunto de Occidente”.

Por otro lado, a diciembre de 2020, el 72 por ciento de los asesinatos de excombatientes ocurrieron en áreas rurales y en municipios donde se implementan los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Así lo señala uno de los informe de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia, sobre los hechos ocurridos en el último trimestre del año pasado.

Además, el más reciente informe de ese organismo multilateral presentado a finales de septiembre de este año, documentó que el 22,8 por ciento de los excombatientes asesinados son de comunidades étnicas: 45 personas afrodescendientes y 23 indígenas.

Desde 2018, los asesinatos de reincorporados de las extintas Farc han mantenido una tendencia similar, que oscila entre los 65 y 78 casos por año. Jorge Mantilla, director del Área Dinámicas del Conflicto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), explica que este fenómeno se debe a un recrudecimiento de la violencia en algunas regiones del país y a que los excombatientes se pueden ver inmersos en contextos de rearme.

“Esto está también relacionado con problemas en las dinámicas de reconciliación y reincorporación económica, en los cuales, al volver a sus antiguos territorios, los excombatientes pueden enfrentarse a nuevas dinámicas de reclutamiento, involucrados en dinámicas de criminalidad organizada o común”, plantea este analista.

Y agrega: “Pueden verse en procesos de ajuste de cuentas. Sobre todo, en un contexto donde hay disidencia, es muy probable que se desaten repertorios de violencia asociados a la retaliación y radicalización de los grupos disidentes, que se señalan como objetivo militar”.

Isabela Sanroque militó durante 12 años en el Bloque Oriental de las Farc, participó en la mesa de negociaciones de La Habana y, actualmente, realiza su proceso de reincorporación a la sociedad civil. Desde esa trayectoria, habla de los impactos que producen los asesinatos de sus compañeros que depusieron las armas.

“Por seguridad, han tenido que desplazarse de los espacios territoriales -lugares adecuados para su reincorporación y desarrollo de proyectos productivos-. Se han tenido que ir a buscar nuevos horizontes y se vuelve una lucha colectiva. Eso tiene unos impactos negativos, ya que se pierde la continuidad de procesos, aunque no fueran muchos los avances”, expone con preocupación.

Ejemplo de ello es el caso del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación de Santa Lucía, ubicado en Ituango, Antioquia, en donde 93 excombatientes, junto con sus familias, salieron huyendo de la violencia en julio del año pasado y se reubicaron en Mutatá. (Leer más en: Reubicación de excombatientes en Mutatá, un reto para el gobierno nacional)

El Acuerdo de Paz contempló un conjunto de garantías de seguridad para excombatientes, líderes y lideresas sociales; no obstante, la sucesión constante de asesinatos demuestra que no son suficientes o que no se están implementando de manera ideal.

El Instituto Kroc, de la Universidad de Notre Dame, encargado de monitorear la implementación del Pacto de La Habana, precisa en su informe bimestral de mayo a junio de 2021 que el 48 por ciento de las 140 medidas contempladas en el Punto 3, referido al final de conflicto, se han cumplido, la mayoría de ellas relacionadas con el proceso de dejación de armas de las Farc y el paso a la sociedad civil de quienes le apostaron al proceso de paz.

No obstante, llamó la atención sobre la situación del Programa Integral de Seguridad y Protección de Comunidades y Organizaciones en los Territorios, instancia creada mediante el Decreto 660 de abril de 2018, con el propósito de “definir y adoptar medidas de protección integral para las mismas en los territorios, incluyendo a los líderes, lideresas, dirigentes, representantes y activistas de organizaciones sociales, populares, étnicas, de mujeres, de género, ambientales, comunales, de los sectores LGBTI y defensoras de derechos humanos en los territorios”.

De acuerdo con esa norma, “las medidas integrales de seguridad y protección adoptadas en el marco del presente Programa, tienen como propósito la prevención de violaciones, protección, respeto y garantía de los derechos humanos a la vida, la integridad, la libertad y la seguridad de comunidades y organizaciones en los territorios”.

El análisis del Instituto Kroc señala que ese programa cuenta con un presupuesto insuficiente para su implementación. Para respaldar esa aseveración citó a la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio del Interior: “Esta Dirección indicó que, aunque en 2020 se construyeron diagnósticos, se formalizaron protocolos y se formaron promotoras/es comunitarias/os de paz, finalizado junio, continuaba la búsqueda de recursos con cooperación internacional, considerando la disminución en el presupuesto asignado para este año debido a la pandemia”.

Se le suman a ello, los cambios de equipo en esa Dirección, lo que, según el instituto norteamericano, “son dos factores han conducido a un retraso no sólo en los tiempos de implementación de los componentes, sino también en la articulación con las organizaciones sociales que hacen parte directa e indirectamente del Programa Integral”.

Para Federico Montes, quien estuvo en la antigua guerrilla de las Farc durante 18 años y dejó las armas para reencontrarse con su familia y volver a la vida legal, esa lentitud y tramitología burocrática son responsables, en gran medida, de los efectos de la violencia que persigue a los reincorporados.

“Desafortunadamente hemos sido objeto de amenazas. Muchas de ellas radican en la irresponsabilidad del gobierno con cada uno de los componentes del Punto 3 del Acuerdo de Paz, que tienen que ver con garantías. Para desgracia del proceso de paz, no se han tomado medidas contundentes”, reprocha con gran decepción.

También cuestiona el estigma que les cargan a quienes siguen en la ruta de reincorporación por cuenta de aquellos que no se desarmaron o retomaron las armas: “Ahora cualquier persona que coja un arma se dice que es disidencia y nos declaran como traidores del Acuerdo de Paz. Nos ponen en la mira y eso viene acompañado de un discurso oficialista. Intentan vender la idea de que las Farc no han cumplido”.

Otro factor que alimenta la violencia que sufren los reincorporados es la impunidad y la falta de información sobre el avance de las investigaciones judiciales, pues la inacción de la Justicia estimula que sean atacados porque nadie sufrirá las consecuencias de esos crímenes.

Al respecto, la Secretaría Técnica del Componente Internacional de Verificación, compuesta por el Cinep y el Cerac, en su más reciente informe, presentado a mediados de octubre de este año, señala que en 2020 se presentó un avance investigativo del 40,4 por ciento de los casos; y que entre el 1 de enero y 17 de septiembre de 2021 fueron capturados 48 presuntos responsables de ataques contra los desmovilizados de las antiguas Farc.

En cuanto a ese registro, el informe llama la atención porque el desconocimiento de los avances en materia investigativa, “representa una enorme limitación para lograr identificar las capacidades, retos y obstáculos a superar y, por ende, es un reto que persiste en materia de capacidad institucional para aportar al propósito de desmantelamiento de las organizaciones criminales”.

Faltan otras garantías

Manuela Marín, perteneció a las Farc y operó en el páramo de Sumapaz. En la actualidad, hace política con el partido Comunes, que fue creado por los hombres y mujeres de las antiguas Farc tras dejar las armas. Ella alerta sobre los “riesgos transversales” que tienen los firmantes del Acuerdo de Paz.

“Lo que estamos denunciando son los riesgos colectivos, que son la falta de transformación política, económica y cultural”, expone Marín, y agrega: “El gobierno no tiene preocupación al decir que el balance no es tan negativo porque en otros procesos de paz hubo más muertos, cuando un solo asesinato ya debería ser una preocupación y es una derrota del Estado colombiano”.

Sus palabras son sustentadas por la cotidianidad y los registros del Componente Farc del Consejo Nacional de Reincorporación, que señalan al 2019 como el año más violento para los firmantes, con 82 asesinatos y promediando seis casos al mes.

Esa ola de violencia también repercute en el trabajo político de los Comunes, quienes buscaron la apertura de espacios democráticos y de participación, para dejar las armas.  “Nos toca tomar muchísimas medidas para hacer acompañamiento en algunos departamentos. Hay amenazas directas e indirectas que hacen que el ejercicio sea difícil. No es que no podamos llegar como personas, pero no lo podemos hacer como proyecto político”, precisa Marín.

La estigmatización también les pasa factura. Joverman Sánchez Arroyave, también conocido como ‘Rubén Cano’ o ‘El Manteco’, quien comandó el Frente 58 de las antiguas Farc, dice que no ha sufrido amenazas ni hostigamientos, pero sí montajes judiciales que lo relacionan con ​​las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, o ‘Clan del Golfo’, nombre que con el que las autoridades denominan a ese grupo armado ilegal. (Leer más en: “Quieren extraditarme y atacar el proceso de paz”)

“He sido víctima de tres montajes judiciales. Eso le dice a uno: ‘Abra el ojo porque lo van a matar o lo van a encarcelar’. En uno decían que había abandonado el proceso, cuando había venido de Gallo (Zona Veredal donde su frente entregó las armas) por falta de garantías. Dicen que ya estaba con el ‘Clan del Golfo’ y con ‘Otoniel’, rememora Sánchez.

¿Y la protección?

De acuerdo con el más reciente informe de la Misión de Verificación de la ONU, desde el 1 de enero de 2021 hasta mediados de septiembre de este año, la Unidad Nacional de Protección (UNP) aprobó 597 solicitudes de protección, incluidas 86 medidas para mujeres y 29 medidas de protección colectiva.

No obstante, el documento reseña que, aunque se han “contratado 470 de los 686 escoltas adicionales que ordenó la Jurisdicción Especial para la Paz en julio de 2020, los recortes presupuestarios están afectando a los fondos de los esquemas de protección para viajes y viáticos, lo que repercute negativamente en la capacidad de los excombatientes de desarrollar plenamente sus actividades de reincorporación económica, social y política en todo el país”.

Federico Montes, exguerrillero de las antiguas Farc que participó en la formulación y desarrollo del proceso de reincorporación, cuestiona la eficiencia y manejo de los esquemas de seguridad de la UNP. El suyo está compuesto por cuatro escoltas y dos vehículos, uno de ellos blindado.

“En los últimos 40 días tuve una falla mecánica que derivó de un mal mantenimiento que le hicieron. A los 15 (días) nos lo devolvieron, durante ese tiempo sólo pudimos utilizar el vehículo convencional, pero durante esos días se quedó sin combustible y me tocó usar bus. Uno no puede salir con los escoltas en servicio público por el tema de porte de armas y me vi en la obligación de salir sin esquema de seguridad. A la semana en la que llegó el vehículo blindado se volvió a dañar y el otro se lo llevaron para mantenimiento. Estoy sin carros y no me puedo movilizar con esos esquemas”.

En medio del panorama de violencia y de las dificultades que hay para proteger a los reincorporados de las Farc, Mantilla, de la FIP, insta para que ese contexto de alto riesgo, se aborde de “manera urgente e interinstitucional, para que haya garantías de seguridad y se detenga esta dinámica de violencia selectiva contra excombatientes”.

Sin embargo, al comparar la situación actual con otros procesos de dejación de armas y reincorporación ocurridos en el país, este analista reconoce que se ha avanzado en el tema de seguridad. Y pone como ejemplos, la desmovilización del Epl, ocurrida en 1991, en la que alrededor del 15 por ciento de los excombatientes fueron asesinados; en el caso de la Corriente de Renovación Socialista, que dejó sus armas en 1994, se llegó al 18 por ciento; y con las Autodefensas Unidas de Colombia, cuyo proceso de desmovilización se hizo entre noviembre de 2003 y agosto de 2006, la cifra de muertos alcanzó el 11,3 por ciento.

“Eso no quiere decir que lo que está pasando con las Farc no sea grave, es muy grave, pero puesto en contexto, cerca del dos por ciento de los excombatientes de Farc han sido asesinados”, precisa Mantilla.

El país está a tiempo de dar un timonazo y evitar un desangre mayor. Urge tomar medidas que protejan eficazmente a los hombres y mujeres que dejaron las armas, creyendo en el Estado, para trabajar por la reconciliación nacional y la construcción de una mejor sociedad. De lo contrario, como lo vaticinó una proyección estadística de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, dentro de tres años Colombia no estará hablando de 290 excombatientes asesinados, sino de 1.600.